Recuerdo de la epidemia de peste de 1838 en Palestina

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Fuentes: Middle East Eye

Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos

El brote de 1838 nos recuerda la larga lucha del pueblo palestino para permanecer en su tierra independientemente de los desafíos a los que se enfrente.

Foto: Personal palestino desinfecta la Ciudad Vieja de la ciudad cisjordana de Hebrón (Reuters).

La pandemia de COVID-19 no ha dejado a nadie incólume, pero sus ondas expansivas han afectado más a unas personas que a otras. Palestina no ha sido una excepción, puesto que tratar de impedir un brote bajo una situación de apartheid en Cisjordania y bajo un férreo asedio en Gaza. El pueblo palestino se ha tenido que enfrentar a la destrucción por parte del ejército israelí de sus clínicas para tratar el coronavirus, a violentos ataques de colonos portadores de Covid-19 y a una falta crónica de equipamientos en Gaza.

Aunque podría ser tentador utilizar términos como “sin precedentes” para describir las actuales medidas de confinamiento, durante miles de años la humanidad ha hecho frente a epidemias y pandemias, y ha intentado contrarrestarlas con diferentes grados de éxito.

Un periodo turbulento

En 1838 se produjo en Palestina un brote de peste y fue un periodo turbulento en la historia del país. En 1831 el gobernador rebelde de Egipto, Muhammad Ali, y su hijo, Ibrahim Pasha, se hicieron con el control de la Gran Siria, en la que se incluía los actuales Palestina/Israel, Líbano, Siria y parte de Jordania. Aunque nominalmente estas regiones seguían perteneciendo al Imperio otomano, durante los siguientes ocho años su verdadero centro de poder fue El Cairo.

El nuevo gobierno implementó medidas radicales. En Palestina la subida de los impuestos y el servicio militar obligatorio llevaron a una amplia revuelta en 1834. Una vez que la revuelta fue aplastada militarmente el régimen egipcio impuso un duro castigo, deportó a muchos palestinos a otras zona para trabajar y para hacer el servicio militar. En 1837 un desastre natural provocó una tragedia. Se produjo un fuerte terremoto en Galilea que provocó miles de muertos y graves daños en las ciudades de Safed y Tiberias. Estas condiciones facilitaron que se produjera otro desastre: una epidemia de peste, una enfermedad que no era extraña en el Imperio otomano, como afirma el historiador Nukhet Varlik, ya que a lo largo de la historia del Imperio hubo varios brotes.

La epidemia de 1838 en Palestina supuso una prueba para las autoridades egipcias. El académico estadounidense Edward Robinson, que recogía material para su Biblical Researches in Palestinenos dejó un relato de la epidemia. Con ayuda de sus guías locales y de un misionario que hablaba árabe con fluidez Robinson recopiló aspectos de la sociedad árabes palestina, incluidos el brote de peste y las medidas de confinamiento, parecidas a las que muchos de nosotros conocemos ahora.

Ciudades vulnerables

Según Robinson, Jaffa y Jerusalén fueron los dos focos de la peste. Ambas ciudades eran especialmente vulnerables, Jaffa por ser el principal puerto de Palestina en aquel momento, que recibía un flujo constante de llegadas de extranjeros, y Jerusalén por ser el destino principal de los viajeros, turistas y peregrinos que visitaban Palestina.

No obstante, también se informó de casos de peste en Belén y Nazareth, donde se cerraron los emplazamientos cristianos para impedir que se propagara la enfermedad (del mismo modo que se cerraron a principios de este año), y en lugares tan lejanos como Beirut.

Aunque el propio Robinson tuvo la suerte de no caer enfermo, no fue el caso de todos los viajeros: la tragedia afectó al grupo que acompañaba al duque Maximiliano José de Baviera. El médico del duque murió de peste y fue atendido en sus últimos momentos por monjes en Nazaret, mientras que un sirviente negro del duque falleció en un centro de cuarentena en Saida, Líbano.

Actualmente nos resultan familiares los informes de Robinson sobre los intentos de las autoridades de impedir los viajes y la propagación de la plaga. Se destinaron agentes por todo el país para limitar los movimientos de entrada y salida de los focos de la peste. Robinson encontró este tipo de guardias de cuarentena apostados en Lifta, una aldea palestina al oeste de Jerusalén que fue despoblada en 1948, así como en las afueras de Saida y Beirut. Pero puso en duda la capacidad de las autoridades para controlar de forma eficaz los movimientos cuando grabó una conversación entre sus asistentes y un guardia apostado fuera de Gaza que estaba encargado de impedir que los viajeros procedentes de Jaffa entraran en la ciudad. Cuando se le preguntó “¿Qué harías si un grupo procedente de Jaffa te dice que vienen de Jerusalén?” el guarda supuestamente respondió: “No es asunto nuestro”.

Negocios paralizados

Las descripciones de Robinson de la cuarentena y las medidas de confinamiento en Jerusalén son particularmente interesantes. Al llegar a la ciudad tras visitar el mar Muerto le pareció que “la peste aumentaba lentamente en Jerusalén y que la alarma se hacía mayor y más general”.

Se llamó a un médico veterano de Alejandría y Robinson predijo que “pronto se cerraría Jerusalén, ya fuera estableciendo un cordón de tropas alrededor de ella o cerrando las puertas”. Expresó su preocupación por las personas que habitaban en la ciudad a las que se iba a “dejar no sólo que sufrieran los verdaderos horrores de la peste”, sino también “sin aire fresco y sin el suministro habitual de provisiones frescas provenientes del país”.

En efecto, según Robinson, en seguida se decretó un cierre, que se notificó a los residentes con un solo día de antelación, y en verano de 1838 se cerró Jerusalén. Robinson describe vívidamente la ciudad en la que “todos los negocios estaban paralizados”, de la que “se habían marchado muchos comerciantes” y “muchos de los habitantes habían preferido abandonar la ciudad y vivían en los campos o deambulaban entre los pueblos”. Robinson mostró sus simpatías y escribió: “No puedo entender cómo los habitantes de Jerusalén y especialmente las muchas clases más pobres pudieron aguantar en esta situación”.

Hubo mercados ante las puertas de Damasco y Jaffa, rodeados de una doble valla. En el interior de ellas quienes permanecían en Jerusalén se reunían para comprar alimentos, en el exterior los campesinos palestinos locales traían sus cosechas, mientras que entre las vallas los funcionarios transferían bienes y dinero después de intentar desinfectarlo con “agua o vinagre”. También estaban “siempre atentos” para asegurarse de que ningún “mano o dedo, desde cualquiera de los lados […] se aventurara demasiado lejos” a través de los huecos de la valla: distanciamiento social al estilo del siglo XIX.

Una larga lucha

Con todo, resulta casi increíble que algunos europeos privilegiados siguieran visitando los santos lugares de Jerusalén en medio de la epidemia de peste y del cierre de la ciudad. Con el permiso de un médico alejandrino y una escolta de guardias un grupo de turistas ingleses pudo entrar a Jerusalén y visitar cuanto quisieron.

El propio Robinson, que se dio cuenta sensatamente de que nada merecía “el riesgo y la molestia” de entrar en Jerusalén en aquel momento, acampó fuera de las murallas de la ciudad, desde donde sus amigos atrapados dentro de la ciudad conversaban con él.

Las autoridades palestinas consiguieron detener la peste de 1838 gracias a una serie de medidas que hoy nos resultan familiares: cierres, cuarentenas y distancia social. Reflexionar sobre la histórica epidemia arroja una luz sobre el pasado de Palestina diferente de las afirmaciones de los comentaristas proisraelíes acerca de que antes de que existiera el Estado de Israel Palestina era “una tierra sin pueblo”, una región olvidada y abandonada.

Al igual que ocurre con la actual pandemia, la peste de 1838 fue un importante acontecimiento social y sanitario que supuso una fuerte presión para la población palestina de los pueblos y ciudades más afectados por la plaga, para los campesinos locales que dependían del comercio con los centros urbanos y para el gobierno egipcio, que impuso unas medidas estrictas. El recuerdo del brote de 1838 nos recuerda la larga lucha y la constante determinación del pueblo palestino para permanecer en su tierra independientemente de los desafíos a los que se enfrente.

Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente la política editorial de Middle East Eye.

Gabriel Polley es investigador de doctorado de Centro Europeo de Estudios Palestinos de la Universidad de Exeter. Vivió y trabajó en Palestina y su objeto de estudio es la implicación británica en el final del Imperio otomano, así como los movimientos revolucionarios, el medio ambiente y la vida en la Palestina ocupada actual.

Fuente: Middle East Eye

Fuente: Rebelión

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